Hoy el mundo es un poco peor, o por lo menos así lo percibo yo. Se ha ido una persona buena e inteligente como pocas. Se llamaba, o se llama porque para muchos su recuerdo y su poso seguirá siempre con nosotros, José María Diaz Bardales, párroco de Nuestra Señora de Fátima en el barrio obrero de La Calzada, en Gijón.
Y por qué digo esto, pues porque José Mari Bardales, pudiendo haber tenido una vida cómoda eligió entregarse a los más necesitados y a los más desfavorecidos desde el principio. En los últimos 31 años lo hizo desde su modesta parroquia gijonesa, donde cada fin de semana -y he sido testigo de ello- la iglesia se llenaba a reventar para escuchar la palabra de Dios pronunciada por este hombre.
Se ordenó muy joven, con 24 años, y tuvo que pedir un permiso especial a Juan XXIII para hacerlo. Siempre huyó del boato, de la sotana, de la doctrina, hasta tal punto que incluso en su recién estrenado sacerdocio llegó a enviar un telegrama a Franco en el que le pedía el indulto para Julián Grimau, condenado a muerte por la dictadura. ¿Inconsciente, valiente? no lo sé. Algo más tarde, en los 70, la izquierda asturiana buscaba y encontraba cobijo en su parroquia para celebrar asambleas, hacer fotocopias y pintar las pancartas que enarbolarían en las posteriores protestas que inundaban las calles de los barrios populares de Gijón. Un cura -como a él le gustaba denominarse- de la calle, un cura rojo. No voy a regodearme en ese adjetivo ni a traer el agua a mi molino político porque lo importante de Bardales fue su labor de entrega a su hermanos (y hermanas, para ser politicamente correcta ¿no?)
Todos lloran su muerte, desde Intereconomía que lo destaca como figura emblemática del clero asturiano, hasta el grupo de Izquierda Unida que pone el acento en "su valor en la defensa de quienes sufrían y de quienes lucharon, como él, por un mundo más justo y equilibrado'. También la prensa asturiana recoge ampliamente la triste noticia como no podía ser de otra manera, puesto que su compromiso social hizo de él un hombre muy querido, activo y merecedor de premios como el de Gijón, Ciudad Abierta, que le concedió la cadena Ser el año pasado.
Es curioso recordar hoy cómo Bardales dedicó su tesis doctoral a analizar la presencia de la Iglesia Católica en los conflictos laborales. Me pregunto que hubiera pensado al leer que Rouco Varela censuraba el pasado domingo un documento en el que los cristianos de base de Juventud Obrera Cristiana y de la Hermandad de Acción Católica criticaban duramente la última Reforma Laboral. Y cuando digo censuraba no me refiero a que a Rouco le pareciera mal el manifiesto. No, me refiero a que envió una circular a todas las parroquias y templos para impedir la difusión del citado comunicado. Perdón, no quiero contaminar con malos rollos este artículo dedicado a un hombre bueno que no perdería ni un minuto en criticar al presidente de la Conferencia Episcopal.
El pasado verano una idea rondó por mi cabeza: encargarle un libro a José Mari -aunque fuera dictado puesto que ya se encontraba bastante enfermo- para que hablara de lo que significa ser sacerdote hoy. Qué bien nos hubiera venido a los creyentes desencatados. Lamentablemente la editorial decidió rechazar el proyecto y yo me quedé con la pena. No tanta, claro está, como la que siento hoy al conocer que se nos ha ido el cura de la Calzada.
Sólo quiero añadir que tuve la suerte de saludar a Bardales el pasado mes de julio en su querida parroquia de Fátima, y su mirada de bonhomía se quedará conmigo siempre. Aquella mañana gris de verano pude comprobar cómo los vecinos del barrio mostraban su cariño más sincero a este riosellano y gijonés de adopción. Cuando sea mayor me gustaría ser como él. Descansa en paz, José Mari.